domingo, 6 de abril de 2008

ENCUENTRO CON EL CHICHONAL

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TRANSPARENCIA
POLITICA
Por Erwin Macario erwinmacario@hotmail.com

Excursión al Chichonal


Al mar lo conocí, de lejos, a los catorce años, cuando crucé el río de la estación Allende a Coatzacoalcos (Puerto México, decía mi padre). Un volcán: anteayer sábado, a los 60 años míos y 26 años después de su nacimiento.
El mar me maravilló cuando estuve en sus playas, en Paraíso. Después me acostumbré a él, como a las montañas y el Usumacinta de mi pueblo natal, Tenosique; y las lagunas y ríos de los pueblos donde viví hasta mi adolescencia, San Pedro y Barí, Balancán.
Al mar lo admiré, intocado, en Benito Juárez, hoy Cancún, en la parte más al sureste de México y en el sitio más al norte por Cabo San Lucas; lo vi, lo sentí arder, en el pozo petrolero El Ixtoc 1,el año de 1979. Al Chichonal lo sentí, enojado, destructivo, el lunes 30 de marzo de 1982, cuando no amaneció en Villahermosa. Lo vi, calmado, este sábado 5, al mediodía.
Ambos, mar y volcán, me trasladan al génesis y al apocalipsis. Lo pienso ahora que desde la boca del cráter observo, detrás del azul turquesa de las aguas del lago, al fondo del cráter, la fuerza latente de la destrucción. Y la promesa de que no será con agua sino con fuego la posible segunda hecatombe mundial.
Pero también observo, desde arriba, a un kilómetro sobre el nivel del mar, la vida. Veo cómo, en las laderas del volcán, se aferra la vida nueva, sustituta de la que hace 26 años destruyó la fuerza de la naturaleza y que ahora empieza con una mata de aguacate y una de mango, sembradas, por la organización ambientalista Rainbow, a unos 4 metros de la orilla de la boca del cráter.
Estos y otros árboles, como los pinos que se riegan, poco a poco, por las llanuras y lomeríos que rodean al volcán, hijos de aquellos primeros que sembró el cronista de Pichucalco, Raúl Hurtado Martínez, hace 24 años, irán repoblando la región destruida, calcinada, donde hoy sólo se camina entre piedras y arena, y una magra vegetación (helechos y pastos, principalmente) en la vasta extensión a la vista y en las cañadas que la lava abrió en su camino hacia la planicie chiapaneca. Hurtado ha publicado dos libros acerca del volcán.
José Antonio Calcáneo, Manuel García Javier y este columnista dejamos nuestros árboles en las llanuras que nos conducen al Chichonal. Un día serán la sombra que este sábado anhelamos y apenas disfrutamos, primero en el interior de una cañada, después bajo un pino antes de cruzar el último cerro y la última parte plana (es un decir) que nos coloca frente a la ladera del volcán. Calca sembró un Pichi, Manuel una bellota, yo un guayacán. Son, los dos periodistas, mis compañeros de viaje hacia el volcán. Como Abelardo Martín, entonces en UnomásUno, lo fue hacia el Ixtoc1.
Otros árboles fueron sembrados en el ascenso por el ambientalista Guadalupe León, de Rainbow y Rodolfo Gómez Nieto, guías mayores de la excursión que recurren a los lugareños Macario Sánchez y su hijo César para hacernos fácil el sendero. Otra impronta del viaje son las señales, en pintura verde, que León va dejando en piedras, así como tablas y láminas donde se recomienda a futuros senderistas no dejar basura.
A 26 años de la explosión del Chichonal el bosque ya hubiera crecido si los gobiernos hubiesen puesto interés. La misma naturaleza se aferra a lo que recibe, multiplica los esfuerzos de los ambientalistas. Los animales, por otra parte, han regresado poco a poco a su antiguo habitat. Cerca de la colonia El Volcán, –donde dejamos el vehículo–, a siete kilómetros de Chapultenango, entre las cañadas y los pocos bosques que se salvaron, se miran venados, según aseguran lugareños. Antes tambien los monos, los jaguares, los ocelotes y las nutrias, eran comunes, especies endémicas en estos los municipios más afectados por cenizas y lava ardiente: Chapulenango, Francisco León, Ocotepec. Aunque la devastación, que costó unas dos mil vidas, afectó en parte otros lugares como Ixtacomitán, Pichucalco, Sunuapa, Reforma y Juárez.
Manuel García Javier y Toño Calcáneo, dicen haber visto un quetzal, en el camino a la colonia El Volcán. Intentaron tomarle foto. Otras aves como guacamayas, pavorreales, tucanes, eran la fauna natural en esta región.
Nosotros, a pesar de la hora que iniciamos (.8.20 horas) y realizamos el recorrido escuchamos el canto de diversas aves, entre ellas chachalacas.
Antes del volcán, toda la zona era campos de cultivo, bosques espesos con una vida animal extensa. Los arroyos, hoy con agua contaminada por azufre y otras sustancias, alimentaban esa vida silvestre.
En el camino hacia el punto de partida hacia el cráter, observamos como sobreviven las orquídeas que debieron poblar esa región. Algunas han vuelto a las cañadas que la lava formó, donde poco a poco regresa la vida, pero no con mucha seguridad pues muchas de las zanjas se convierten en grandes avenidas en los tiempos de lluvia.
Ascender a la boca de El Chichonal no es una tarea tan difícil pues cañadas, lomeríos, llanuras y laderas de los cerros que cruzamos hacia nuestro destino final no oponen resistencia fuerte al caminante, al senderista. Aunque, en nuestro caso, hombres sedentarios, el recorrido de ida haya durado unas cuatro horas.
El cansancio, un connato de acalambramiento, una ampolla en el talón izquierdo y el intenso calor sufridos, valieron la pena: más que en el Ixtox, alla porque fue un accidente humano, acá porque fue la naturaleza desatada, en la boca del cráter, a mil metros sobre el nivel del mar, estuve más cerca de Dios, lo entendí mejor.
Como una vez me dijo, en una excursión, una amiga, Mayté, “gracias por enseñarme el mar”, hoy tengo que decir: “Gracias, Dios, por darme otra prueba de tu grandeza”.

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