domingo, 20 de abril de 2008

MORIR PELEANDO

Batalla de Aldama

*Recordarán que son hermanos
*De gañán de montería, a héroe
*Gutiérrez Gómez murió peleando

Por Erwin Macario erwinmacario@hotmail.com


Y cuando la borrasca de pasiones en que fuiste envuelto se disipe, los tabasqueños, atraídos por la gratitud, la admiración y el cariño hacia tu memoria, recordarán que son hermanos y la paz y el amor volverá a unirlos y todos reconocerán que hay pocas espadas como la tuya y pocas cruces como la de tu sepulcro..
José Coffin


Entonces desenvainó su enorme machete y esperó, desoyendo las voces de dos o tres compañeros que desde el monte lo llamaban presintiendo su estéril sacrificio.
Al aproximarse un soldado a la puerta de la Comandancia, brincó sobre él como un tigre, entablándose una lucha desesperada cuerpo a cuerpo.
Policarpo paraba con maravillosa destrezas los terribles golpes del marrazo caído del federal. De pronto apareció sobre el hombro de éste una mancha roja: el cortante filo del machete le había alcanzado.
Otro gobiernista, que sorprendió la silenciosa lucha, disparó su arma y Policarpo se desplomó sin soltar su machete. El contendiente vengó entonces su herida, clavándole varias veces el marrazo en el corazón.
El último defensor de Aldama no podía haber sucumbido más gloriosamente:
La orden de su general y hermano estaba cumplida.
El coronel Cándido Donato Padua, revolucionario magonista del sureste de Veracruz, rescata, en un documento publicado en 1966 en el Diario Presente, los finales de la lucha revolucionaria encabezada por el general Ignacio Gutiérrez el 22 de abril de 1911 y destaca la participación que abnegados y bravos revolucionarios veracruzanos tuvieron en el combate de Aldama.
El escrito, en nueve partes, utiliza la versión del combate en la pluma de José Coffin, autor del libro “El General Ignacio Gutiérrez”.
Como lo hizo el revolucionario veracruzano, dejamos el espacio a ese autor en la crónica de esa batalla de hace 97 años:
En este instante corrió la voz de que el enemigo debía estar ya a pocos pasos, pues acababa de presentarse uno de los exploradores que habían ido rumbo a San Vicente, diciendo que sus compañeros habían sido aprehendidos y que él con suma dificultad se había escapado, siendo perseguido muy de cerca.
Un movimiento general corrió por todas partes y el entusiasmo de la lucha irradió casi en todos los rostros. Gutiérrez y su Estado Mayor se multiplicaban dando órdenes para la defensa de la plaza, disponiendo a la gente del mejor modo posible.
Eran las once y media de la mañana. De repente se oyeron por el camino de “La Reforma” los disparos de escopeta de una avanzada y después de unos segundos el confuso y horrible traqueteo de las descargas de los gobiernistas.- En grupos casi compactos se precipitaban al lado de sus jefes los inexpertos y bravos revolucionarios multitud de ellos furiosos gritos y alzando las manos vacías, pedían aunque fuera un mal machete para no morir indefensos.- Jovencitos sonrientes y ágiles, sin esperar órdenes se lanzaban al encuentro de los porfiristas: ¡cachorros contra leones!
Los de la avanzada que rompió el fuego vinieron a unirse a las fuerzas de la plaza; el tniente Emiliano Olán que la mandaba y el soldado Ruperto Almeida, que venían heridos. Este último no lamentaba tanto su brazo perdido, como el habérsele hecho pedazos su arma al disparar el primer tiro contra los federales que debieron reírse de el y de su desdichada carabina. Los improvisados artilleros rodearon sus cañones al campo raso.- Los jefes corrían de un lado a otro de la plaza comunicando órdenes demasiado tardías para ser eficaces.- De pronto se avistaron por Oriente los enemigos, concentrando su fuego especialmente sobre la iglesia, que era uno de los cuarteles de los pronunciados. ¡Viva el General Gutiérrez! gritaron los denodados insurgentes y empezaron con ardor la resistencia.
Por su parte los federales y nacionales avanzaban con esa serenidad que ha hecho mil veces gloriosa la historia de nuestro Ejército Nacional. Después de unos momentos de contienda frente a frente, apenas si notaron los desprevenidos maderistas que sus contrarios, al llegar al cementerio, se metían al monte por la izquierda. Y cuando creían hacerlos retroceder, con gran sorpresa sintieron que los había flaqueado, rompiéndoles el fuego por el S. O., casi a retaguardia, desde la espesura que los ocultaba completamente. Desconcertados por el momento los maderistas en medio del campo, caen por todas partes muertos o heridos en gran número. La desgracia cae de pronto sobre los jefes, pues pocos momentos después de haber herido al capitán Nicolás Aguilera, corre la noticia de que igual suerte acaba de tocar al coronel Sánchez Magallanes, al capitán Gómez y el teniente Bolainas.
La intermitencia de los cañonazos es cada vez mayor, lo cual indica de pronto a Gutiérrez que sus fuerzas pierden vigor. Entonces pudo observar que por todas partes cundía el pánico y que ya muchos huían sin respetar las órdenes de los oficiales.
Entonces, lleno de furor, condujo a su hermano Policarpo a la Comandancia y lo instaló en ella, gritándole con su natural energía: ¡de aquí no te muevas!.
El fiel hermano sabía cumplir esta orden al pie de la letra.
Entonces él, para dar un impulso decisivo al grupo de combatientes que tendidos en la plaza del lugar sostenían el fuego contra los gobiernistas de la malezas, corrió, seguido de su valiente ayudante, el capitán José Mercedes Gamas y se coloco sobre la línea de fuego (fue entre las dos líneas de fuegos), en donde a pocos instantes le derribaron su caballo, por lo que inmediatamente se pasó a pie a tierra a colocarse, acompañado del citado capitán al tronco del árbol de jobo a donde salió herido; esto lo palpó bien el que habla por que era el que sostenía el fuego con otros combatientes detrás de la iglesia, lugar en donde fue más nutrido el tiroteo.
Parapetándose tras un árbol de jobo, y desde allí comenzó a ejercitar su temible puntería, a corta distancia de los emboscados. Aquel rasgo llenó de ánimo a los maderistas, que vitorearon a su general y echando ¿madres? a la tiranía redoblaron el fuego por todas partes. Los ardiente rayos del sol se reflejaban por donde quiera sobre charcos de sangre, pero la ciega matanza exigía el sacrificio de exterminarse mutuamente tanto hermanos, hijos de la misma Patria, herederos de las antiguas glorias nacionales.
Gutiérrez, que observó desde luego el buen efecto de su temerario paso, pretendió ganar una posición más ventajosa y al pretender pasar a otro árbol cercano, una bala le destrozó el hueso de una pierna, haciéndole rodar por el suelo.
Los fieles capitanes Arenas y Gamas se arrojaron sobre él cuartel inmediato.¡Ya hirieron al General! fue la palabra desconsoladora que corrió al instante de boca en boca!. Pero él, habiéndose repuesto inmediatamente del golpe y conociendo que la arteria había sido tocada, dispuso un vendaje para contener la hemorragia y dio órdenes a los jefes para seguir el combate, con aquella entereza que debía acompañarlo hasta el último suspiro.

Junto a él se oyen el estruendo y la confusión de las descargas, gritos furiosos y tropeles de caballos. Un solo cañón retumba de vez en cuando. Es del pobre artillero, Virgilio Izquierdo, humilde y buen campesino que aunque desconoce su nuevo oficio en lo absoluto, llena su pieza de proyectiles como puede y echándoselo a cuestas, corre hacia donde escucha que es más nutrido el fuego de los gobiernistas y lo dispara frente a ellos con más heroísmo que puntería. Y así permanece hasta que casi se queda solo y entonces, llevando su querido cañón entre los robustos brazos como si fuera uno de sus hijos, lo esconde en el monte y se escapa con ansias de encontrar a su general herido para ponerlo en lugar seguro; desgraciadamente su fidelidad no alcanzó esta segunda gloria.
Debemos advertir, por ser de justicia, que este valiente volvió al lado de su familia; prestó sus servicios a la Cruz Roja, en la Estación de Auxilios de Monte Adentro y no ha pedido distinciones en recompensa, ni se jacta de su inmortal hazaña.
Mientras tanto Gutiérrez, caído ya en un charco de su propia sangre, de vez en cuando levantaba la cabeza y lanzaba miradas de indómita bravura sobre las nubes de humo que le ocultaban la valentía de sus hermanos. La sed, su horrible sed que hacía insoportable el sol de abril, la excitación del combate y la pérdida de sangre, lo hacia jadear como si quisiera beber aire, el aire de la lucha.
Y esta situación que se agregaba más y más parecía eternizarse. Sin embargo, cuando se vioo que era imposible permanecer más tiempo en aquel lugar, varios compañeros vinieron por él y colocándolo en una tabla lo llevaron al monte; pero como desconocían el terreno después de mucho caminar en la espesura, dando un gran rodeo lo dejaron de nuevo casi dentro del pueblo en el sitio menos a propósito para auxiliarlo con la oportunidad que se debía.
En esos momentos también el capitán Ficachi quedaba abandonado en las orillas del pueblo, esperando la suerte de otros heridos que no lograron salir o sea sacados del campo de combate.Toda la residencia de los revolucionarios quedaba reducida a un grupo como de cuarenta hombres que a las órdenes del coronel Pádua, el mayor González y otros decididos jefe permanecían tendidos en el suelo, en una hondonada que forma el terreno en el centro del pueblo, cazándose a los gobiernistas cada vez que los veían asomarse detrás del monte.
Según los datos oficiales tomados sobre el campo de batalla se levantaron del lado revolucionario, incluyendo algunos pacíficos muertos casualmente, cuarenta y cinco cadáveres y ningún herido; registrando los gobiernistas treinta y tres bajas, entre muertos y heridos de alguna gravedad.
Gutiérrez que parecía de propósito no querer hablar sino hasta lo último de su familia, como si temiera de su corazón estallara de dolor, por ser en él una fibra demasiado sensible al sentimiento de esposo y padre, reunió de pronto sus postreras energías y dicto y firmó una carta que escribió el capitán Arenas apresuradamente, dirigida al coronel Magaña, con quien había hecho juramento sobre el cuidado de sus respectivas familias para el caso de que uno u otro muriera en la campaña; recomendándole además al compañero que recogería en esos momentos su últimos suspiro.
Poco rato después entrega tranquilamente su alma generosa y grande al dueño de la vida. Entonces el fiel capitán (Arenas) comenzó a romper la endurecida tierra con la punta de su machete y cuando hubo hecho una pequeña zanja, acomodó en ella el cuerpo de su jefe y, después de recoger algunas alhajas y valores, marcó bien el lugar y se retiró apresuradamente
Hasta aquí parte del rescate histórico este día que se recuerda ese gesto heroico de tabasqueños (y veracruzanos) que ofrendaron su vida por la revolución mexicana, en un combate que encabezó Ignacio Gutiérrez Gómez, que en San Felipe Río Nuevo –que hoy lleva su nombre y donde nació la insurrección contra Porfirio Díaz que acabó en Aldama– tuvo, a los ocho años de edad, su primer acto de hombría al aceptar ser gañán en las monterías a cambio de que el amo al que sus padres servían les proporcionara un médico para su madre enferma.

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